Lo que para unos es el periodo más intempestivo del año –época gélida que cala hasta el alma, nieblas mañaneras y luz diurna breve que apenas calienta– para otros supone gloria bendita. Nuestros cerdos ni hablan (y mucho menos vuelan), pero entienden perfectamente lo que significa montanera. Tan mágica y suculenta palabra se desliza por sus pabellones auditivos hacia mediados de octubre y no dejan de escuchar y masticar el vocablo hasta bien entrado febrero. La montanera se define como el lapso de engorde donde acontece la caída del fruto maduro de los árboles del género Quercus (encinas y alcornoques, principalmente, aunque también quejigos), periodo místico donde los cerdos pasan a vivir en libertad en la dehesa para alimentarse fundamentalmente de bellota y hierba, así como de bulbos, raíces e insectos arrastrantes. Este festín resulta capital para la posterior calidad de las carnes de los cochinos, puesto que los ácidos grasos del fruto pasan al músculo del animal, desarrollando los aromas y sabores que provocan que el jamón ibérico de bellota sea un alboroto sápido y una delicia aquí y en Pernambuco. Gusto y aromas conmovedores, como el paisaje fantasmal del campo estos días sigilosos, donde la neblina pareciera la respiración entrecortada de las encinas y el frío hubiera paralizado todos los relojes. No hay que perderse este espectáculo del Serengeti español. Al menos una vez en la vida.
A cualquier diletante del campo o incluso para el urbanita más recalcitrante, se le prescribe que visite y se empape de una Montanera para entender el complejo (pero natural) proceso que se ejecuta en aras de alcanzar la excelencia en jamones y chacinas porcinas. Y en enero la dehesa exhibe su perfil más sobrenatural. Verdes rebajados, ocres y marrones parduzcos se funden con cielos de plomo y el contraluz de amaneceres. A lo largo del día, los animales se rebozan en las charcas que se van deshelando y frotan sus cuerpos en la rugosa corteza de los árboles amigos. Cuando templa un tibio sol, dormitan, se solazan y hozan (escarban con el hocico) buscando bellotas bajo las copas de las encinas. Las encinas son las marquesinas gourmet donde piden menú nuestros cerdos.
La bellota, prosaica y sagrada recompensa, resulta la piedra angular y filosofal para cada piara. Nacen verdes y se tornan marrón oscuro cuando maduran. Destaca su brillo uniforme y presenta un “sombrerillo” característico formado por unas apretadas y densas brácteas (de estructura cónica que recubre aproximadamente un tercio de su tamaño). Según el momento en el que cae muta su calificativo: si se desprende en los meses de septiembre son llamadas primerizas, brevales o migueleñas; si lo hace en octubre-noviembre, segunderas o medianas; y pasado el año nuevo, tardías o palomeras. Comienza a fructificar a los 10 años de vida del árbol, dando buenas cosechas cada dos o tres años. En este tiempo regala unas 10 fanegas de bellotas, o sea, unos 700 kilos. Frente a la regularidad de la encina, el alcornoque suele ser muy vecero, lo que significa que tras una buena cosecha la producción de la temporada siguiente cae a niveles ínfimos. Ciclotimia natural... Tras caer al suelo, los cerdos detectan la bellota sin problema. Las pelan a velocidad endiablada, con prestancia y rapidez pasmosas. Pese a su fama son animales exquisitos. Solo se echarán a la boca las que perciban con mayor lustre.
Pese a vida tan despreocupada y epicúrea en montanera, nuestros cerdos no dejan de ejercitar su cuerpo, desplazándose hasta 10 kilómetros a lo largo del día. Conviven en libertad y permanecen en movimiento casi continuo, en oposición al sistema intensivo de producción, lo cual no sólo interfiere directamente en la calidad de sus carnes sino también en minimizar el estrés y magnificar su relax.
Joselito y la montanera son dos términos afines, compartimentos estancos e indisolubles desde hace décadas. El cerdo Joselito disfruta de dos periodos de bellota y hierba en la dehesa mediterránea a lo largo de sus aproximadamente dos años de vida. Al llegar el otoño, nuestro happy pig siente y se prepara para la franja temporal donde su dieta parece caer gradualmente del cielo. Despachará más de 10 kilos de su gominola favorita cada día. Con la ingesta de estas jornadas, puede llegar a doblar su peso hasta subir unas cinco arrobas lo que significa echar a su osamenta 60 kilogramos más en báscula. Es un cerdo despreocupado y voraz, que disfruta de jornadas únicas, no exentas de arrebato. Porque estos días se armonizan y fusionan naturaleza y libertad en una tradición atávica y secular. La estampa bucólica del campo español, zarandeado por tantas amenazas, no podría ser otra que esta santa trinidad: el cerdo, la encina, la bellota. FIN