Vamos con una de desmitificaciones: la carne fresca Joselito no necesita un paso largo por el fuego, parrilla, ascua o sartén que se precie.
Se trata un pecado muy extendido, cosido a esa vieja creencia, casi atávica y a menudo devenida de ámbitos rurales, de que tan altísimas temperaturas –y alargarlas en el tiempo cuanto más mejor, mucho más allá de lo razonable– engendrará un infierno en el que sucumbirán todo tipo patógenos e invisibles enemigos de la salubridad.
Otra leyenda en falso más, puesto que cualquier vianda con el marchamo Joselito es totalmente natural, sin aditivos, colorantes, estabilizantes ni conservantes o cualquier tipo de química o restos de metales pesados. Ni que decir tiene que nuestros happy pigs están libre de triquinosis y cualquier otra dolencia, y que pasan y se someten a un control veterinario exhaustivo.
En la mencionada enfermedad radica el origen de la prohibición de consumirlo para los creyentes de la fe musulmana. Así que lo que nació como una medida de salud e higiene ha ido derivando en un precepto, moral, religioso y cultural en algunas sociedades.
En España, históricamente se ha cocinado demasiado la carne de cerdo. Y con un agravante. El aceite era reutilizado una y otra vez, con la consiguiente merma de frescura, oxidación de los alimentos, enranciamiento y puesta en libertad de grasas trans y radicales libres. ¡Peligro! Muchos aún recordamos las paredes de casas de pueblo con sus muros ennegrecidos por esta cuestión.
De tal modo que la carne Joselito se puede tomar cruda, como si hincáramos el diente y el paladar a cualquier delicadeza raw originaria del Japón. No hay más que probar un steak tartar de lomo o de presa ibérica Joselito... Eso sí, si al producto le aguarda su encuentro con las ígneas y flameantes llamas que la dejarán al punto o muy poco hecha, primero atemperelas con la suficiente antelación. Eso resultaría clave en la ulterior suculencia y en la conservación de sus jugos interiores.
Lo recomendable es sacar la pieza por lo menos dos horas antes de que viaje a nuestro paladar. Además, podemos aprovechar estos preámbulos, glorioso prólogo, para rebanar alguna grasa no deseada y embadurnarse ligeramente en aceite de oliva para evitar la resecación.
No está de más acomodar tan excelsa materia prima en un lugar o fuente de calor moderada para que se vaya templando su interior. Entonces, robando el fuego a los dioses como Prometeo, activamos la brasa a nivel demoniaco.
Cuando se alcance el punto álgido de combustión, con el calor a tope, depositamos la carne para que se genere una capa exterior crujiente, crocante, dorada, que es lámina fina y de precisa textura que oculta y envuelve un interior tan jugoso como calentado (porque muchos temen precisamente lo contrario, que el núcleo se quede gélido y arruine el conjunto).
Como colofón, aviso a navegantes: la carne de Joselito se expresa mucho mejor, y otorga toda su verdad, su profundidad y su punto culminante en cocina cuando se elabora en un escalón justo inferior a “en su punto”.
Pero siempre que la carne esté lo suficientemente atemperada. Al ser una calidad tan superior, tan mayúscula, la grasa infiltrada se funde, se integra, se sublima. Ya saben, atemperado y fuego fuerte. Y una carne saludable que no necesita más que pasar de puntillas por ese calor necesario para desplegar toda su magnitud.