Planta cara al invierno con platos calientes, a la par que contundentes y saludables, con platos atemporales como el cocido; pero, en esta ocasión, made in Joselito con presa, abanico, costilla, chorizo y, por supuesto, las verduras y los inestimables garbanzos.
Cuando el frío está en su máximo apogeo y tiene lugar alguna celebración familiar, uno de los platos más demandados a nivel nacional es el cocido. Una receta centenaria (y tanto) que, en función de la familia y región donde se elabora, tiene una infinidad de variedades y denominaciones de origen. Muchos dicen abanderar la receta original del cocido, pero lo cierto es que no existe una preparación inicial, sino que el cocido, tal y como lo conocemos hoy en día, es el resultado de un sinfín de culturas, ingredientes y formas de cocinar. Ríanse ustedes de la comida fusión actual.
Se podría afirmar que el cocido es la primera receta que hizo la humanidad, pues desde que allá por la Prehistoria se consiguió dominar el fuego, se comenzó a poner pucheros a hervir con aquello que se tenía a mano para ablandar (ahora lo llamamos cocinar). Castañas, bellotas, hierbajos o aves que vuelan; iban a la cazuela.
Los judíos recorrieron el Guadalquivir y trajeron consigo la adafina (precursor del cocido actual), un guiso con garbanzos, cordero y verduras que dejaban cociendo las 24 horas antes del Sabat. Un plato de celebración y verbena que fue muy despreciado por los siguientes habitantes de la península, los romanos (el odio fue tal que, incluso, se inventaron un personaje cómico llamado Pultafagónides, un esclavo cartaginés que sólo comía adafina - o cocido -).
Posteriormente llegaron los visigodos y ni fú ni fá. La mayoría no comía cocido, hasta que un rey godo y cristiano optó por levantar las prohibiciones que propugnaba la Biblia en torno al consumo del cerdo. Sustituir el cordero por el aclamado cerdo a la comida no hizo sino popularizar y aumentar el consumo del cocido.
Más tarde llegaron los árabes, que al igual que los judíos no comían cerdo, e incorporaron algunas verduras nuevas, al mismo tiempo que le añadieron cierta sofisticación a la adafina judía.
En siglos posteriores donde convivieron las tres culturas, al igual que la matanza, la adafina adquirió un cierto carácter delator en función de si llevaba o no tocino y de si se preparaba durante todo el viernes (el Sabat es el sábado). Los árabes y judíos fueron expulsados, pero su cocina permaneció hasta nuestros días y se fusionó con todos los alimentos traídos del Nuevo Mundo.
El descubrimiento de América acarreó la incorporación de hortalizas tan clásicas como la patata, el tomate o el mítico pimentón; el cual no sólo sirvió para aliñar los garbanzos, sino que supuso la invención del aclamado chorizo, cambiando radicalmente el panorama gastronómico español.
El chorizo, el tocino y este batiburrillo de culturas terminó por dar un sabor y color espectacular a la sopa. Tanto es así que, generación tras generación, esta se convirtió en el plato de los burgueses y de la gente rica y, supuestamente, las carnes cocidas y los garbanzos los comía el servicio. Poco a poco, el cocido se fue adaptando a todos los bolsillos y se convirtió en un habitual de todos los hogares españoles y de alguno de los mejores restaurantes del mundo. Así es, en pleno siglo XIX, la cocina pasó a ser tratada como una ciencia y un arte hecha para disfrutar y ya no sólo para llenar estómagos hambrientos.
En la capital comenzaron a abrirse posadas y restaurantes lujosos que se jactaban de servir un plato castizo denominado cocido que se servía en cuatro pases y que era el menú único.
Casa Botín (1725), Lhardy (1839) o La Bola (1870) presumían de servir en grandiosas bandejas de plata: 1º sopa con fideos; 2º fuente de verduras con garbanzos; 3º fuente de varias carnes y 4º pan, postre y vino. Esta revolución y apertura gastronómica hizo que el cocido dejara de ser un plato humilde y pobre a casi una seña de identidad regional, por lo que muchas localidades de España empezaron a reivindicar su también histórico cocido particular: en el Valle de Cabuérniga, en Cantabria, el cocido montañés; en Astorga, el cocido maragato (destaca el de Castrillo de Polvazares); en Ávila, el cocido abulense (el cual quizás sea el más fiel a lo que fue una adafina original por seguir elaborándose en pucheros de barro y con la diferencia importante de que se le añade oreja, manitas, morro y tocino de cerdo; en Cataluña, la escudella; en Canarias, el puchero canario; y, como no, en Madrid, el cocido madrileño. Un cocido que, a excepción de algunos del norte, sirve de base para añadir el resto de ingredientes autóctonos.
Podemos ver como el cocido es una mezcla; una unión; una compenetración perfecta de culturas, tradiciones y hasta de fábulas familiares. Por lo tanto, no podemos afirmar que existe una receta original como tal del cocido, sino que, año tras año, se iban incorporando los ingredientes que llegaban o que se tenían a mano. Básicamente se podría decir que el cocido se hace del gusto de cada uno. Y como no podía ser de otra manera, hoy toca del mejor gusto del mundo; el de Joselito.
La receta de hoy no deja de ser una preparación tradicional, pero utilizando algunos de los mejores productos del mundo, tanto en salazón o embutido, como en carne fresca. Piezas nobles para dar un sello personal e inestimable a un plato que bien podría presidir una mesa en la celebración más importante del año. Y ahora, con el frío, más.
Además, un cocido cardiosaludable pues, como ya sabemos, los Happy Pig Joselito se alimentan únicamente con bellota y hierba, lo que les otorga unas grandes propiedades organolépticas que ayudan a reducir el colesterol y los triglicéridos. Joselito es salud, sabor y mucha felicidad.