Tras unas detalladas pruebas y las respectivos cruce de datos de las analíticas–test de hidrógeno en el aliento, test sanguíneo, biopsia del intestino delgado y test genético– a Juan su especialista en aparato digestivo le argumentó la raíz de sus problemas estomacales, sus malas digestiones, gases como zeppelines, inoportunas diarreas e hinchazón abdominal. “Querido paciente, sufre usted intolerancia a la lactosa”. Desde entonces, Juan rehuye como de la peste la leche de cualquier tipo de mamífero y mira con lupa la composición y el etiquetado de los alimentos (sobre todo los procesados, ojo).
Porque, amigos lectores, la cesta de la compra está repleta de productos con lactosa. Y cada son más y más consumidores a los que este azúcar de la leche les sienta de mil demonios. Vaya por delante, que ninguna de las referencias Joselito apareja estas moléculas tremendas que a veces arañan las entrañas –galactosa y glucosa– y que unidas cual amiguitas del alma no son absorbidas como se debe por según qué intestino. ¿Que si hay lactosa escondidita en los embutidos de a diario? Y a porrillo. En la industria de la chacinería la lactosa se utiliza como carbohidrato que ayuda en la conservación de salamis, chorizos, salchichones y salchichas. Además, también disfraza el mal sabor de fosfatos y conservantes de los procesados de la industria cárnica tales como carne para hamburguesas y otras viandas porcinas o vacunas. Y está presente por doquier. A saber, salsas, sopas, alimentos para bebés, arroces, platos precocinados, industria farmacéutica, repostería, confitería, panadería, productos dietéticos, destilados... ¡¡Se diría que hasta el aire que respiramos!! Al menos y como atenuante, los intolerantes asimilan mejor los productos fermentados –yogures, kéfir, quesos curados– debido a que la lactosa se descompone parcial o totalmente en el proceso de dicha fermentación por la acción de las bacterias.
Las cifras no mienten. Y las barrigas doloridas tampoco. La intolerancia a la lactosa es una enfermedad de elevada prevalencia –entre un 30 y un 50 por ciento de la población española, según la Sociedad Española de Patología Digestiva (SEPD), si bien no se atesora una real estadística sobre la incidencia fehaciente en la población. Arranquemos por el principio. En plata y brevemente, la lactosa es el azúcar de la leche. La que da la vaca y otros mamíferos. En su invisible interior hay dos moléculas tremendas: la galactosa y la glucosa. Desde bien pequeñitos (sobre todo durante la lactancia), nuestro intestino segrega la cantidad precisa de una enzima llamada lactasa que divorcia a las tan amigas galactosa y glucosa para que las absorbamos estupendamente, sin dolor de tripa, hinchazón abdominal, diarreas y demás retortijones. Según pasan los años, ese trabajo del intestino (o sea producir lactasa) se aminora, puesto que evolutivamente hablando ya no deberíamos de ingerir tantas cantidades de ese blanco y bien preciado que nos otorgan algunos mamíferos. La ausencia de la lactasa en nuestras entretelas puede dañar la mucosa y la flora intestinal y, a largo plazo, alterar la permeabilidad intestinal, que no es baladí. Con el tiempo esto desembocaría en problemas de tipo alérgico o inflamatorio, así como anemias o estados carenciales de nutrientes esenciales para nuestro sagrado cuerpo serrano. ¿Alternativas con calcio? Ahí va la lista: con las sardinas como primer espada, se recomienda también el consumo de acelgas, cebolla, brócoli, huevo, salmón, besugo, gambas, almejas y mejillones, judías y garbanzos o frutos secos... y jamones y embutidos Joselito, que si bien no son un sustitutivo como tal a la leche su aporte nutricional es portentoso como ya hemos explicado en otras entradas de este blog.
Dicen que somos los que comemos. Sin embargo, también somos “lo que no comemos”. Así que si padece intolerancia a la lactosa, los embutidos, chacinas y carnes frescas de Joselito son una estupenda opción. Y no necesitará una lupa de aumento para mirar el etiquetado porque está libre de colorantes, aditivos, conservantes.... y lactosa.
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