El chorizo lleva en nuestra alacena tanto tiempo que casi no hemos reparado en su grandeza. Que no se nos moleste el jamón y sus entregados súbditos (nosotros entre ellos), pero el chorizo podríamos enviarlo en sonda espacial allende las galaxias para que de llegar a otras especies supieran que se come realmente y a diario en nuestros hogares.
Lo contó estupendamente el escritor Alejandro Dumas –autor de mitos de la Literatura como El Conde de Montecristo o Los tres mosqueteros– en su Grand Dictionnaire de Cuisine (1873) al hablar de la alimentación de los españoles. Sobre el chorizo glosaba lo que sigue: “Uno de los principales alimentos que se saca del cerdo es el chorizo, que es una especie de salchichón preparado con carne de cerdo y ternera picada, fuertemente especiadas, ahumadas y conservadas como el jamón. En las casas ordenadas se hacen tantos chorizos como días han de transcurrir hasta el día del año siguiente en que se hará la nueva matanza, es decir, que se harán 365 chorizos, más unos 50 de reserva para los días que haya convidados”. O sea, chorizos de más por si se dejan caer visitas a las que agasajar. Curioso.
El diccionario del gremio no difiere mucho de la acepción del novelista ni tampoco de lo que señala el diccionario de la RAE: “pedazo corto de tripa relleno de carne picada, regularmente de puerco, adobada y con especias, es qual se cura al humo para que dure”.
Su historia viene de lejos. Desde la antigua Grecia. Lo encontramos en comedias del burlón Aristófanes, donde aparecen en escena personajes con vasijas repletas de chorizos y embutidos. En Roma siguió la costumbre. Eso sí, para que tuviera su proverbial color encarnado habría que esperar hasta el Descubrimiento de América. Con el siglo XVI las naves que vienen del Nuevo Mundo acarrean pimientos cuya molienda pulverizada ofrece el pimentón que saboriza y colorea tantos alimentos.
Chorizos hay muchos, casi tantos como municipios motean la piel de toro. Pero los más importantes desde hace muchas décadas son:
Como cumbre de todos ellos, el chorizo Joselito, que utiliza carnes del lomo de los mejores cerdos muy devanadas.
Se mezclarán en adobo con sal marina, pimentón, ajo y azúcar y pernoctarán toda la noche en un lugar fresco y seco, a unos 5 grados. Tras de 24 a 48 horas, se embute la masa en tripa de cerdo natural; luego las ristras se atan y cuelgan para que se oreen debidamente a temperatura ambiente.
Como hemos contado en otras ocasiones, en el caso del chorizo vela se ahuma con campanas, durante 2 o 3 días, antes de pasar a los secaderos naturales para una curación de tres meses. Dos tipos de chorizos igualmente deliciosos y totalmente diferentes.
En tiempos más modernos y como curiosidad histórica, hallamos una receta recuperada por José Luis García Cubillas en su libro Galbárruli y Castilseco(editorial Ochoa, Logroño, 1985) sobre el origen del chorizo en nuestro país y su manera de prepararlo.
“Se hace el picadillo, que consiste en picar en una tabla el magro y el tocino y se apaña de la siguiente forma: Para 10 kilos de picadillo; 220 gramos de sal, 180 gramos de pimienta, 1.050 gramos de agua.
Se mezcla bien en un barreñón y se deja 24 horas en reposo, se hace una cruz y se reza una Ave María para que salga bien; luego se procede a rellenar la tripa que previamente han cosido.
Se echa a la choricera por arriba y se aprieta con la palanca para que por medio del mazo salga por el embudo donde previamente ya se ha colocado la tripa para hacer el chorizo. Una vez lleno y atados los extremos se atan cada 10 cm con hilo bramante y se les pincha con una aguja para que salga el aire, luego se cuelgan en una lata y por las mañanas se hace lumbre con sarmientos verdes con el fin de que se derrita la manteca, se ahumen y se sequen”.
Hoy como en 1630 podríamos repetir este suculento dicho: “Un chorizo reverendo / gloria y honra de las ollas / y de estómagos hambrientos”.
No compartimos tus datos. No spam.